5 de octubre de 1988 aniversario del triunfo del NO

El 5 de octubre de 1988 se celebró el referéndum que terminó con las intenciones de perpetuidad de Pinochet al frente del gobierno.  Como un aporte a la necesaria recuperación histórica de aquella experiencia presentamos este texto publicado en Correo Internacional, año V N° 37 de noviembre de 1988 que retrata con detalle y una visión crítica este importante pasaje la de historia de las luchas de nuestro pueblo. En futuras entregas ampliaremos el análisis y también las conexiones de este proceso con la actualidad.

Portada Correo Internacional, año V N°37

El pueblo dijo NO

Medianoche del 5 de octubre. En el amplio salón destinado a la prensa en el edificio Diego Portales, la sede de la junta militar en Santiago, un periodista chileno comenta que en el lugar «hay olor a flores». Hacía ya dos horas que el gobierno había difundido cifras (favorables al Sí) correspondientes a un escaso 3 por ciento de las mesas de votación en el plebiscito sobre un nuevo período presidencial para Pinochet.

Por Ramon Luna

Después, el silencio oficial que se prolongaría dos horas más. Pero el «olor a flores» que percibía el veterano periodista se notaba claramente en la inquietud creciente de los funcionarios y políticos pinochetistas. Y también en el éxodo de periodistas locales y extranjeros que abandonaban el Diego Portales y cruzaban la Alameda para instalarse en el centro de prensa del Comando del No. Allí, a intervalos de una hora, se daban a conocer cómputos que, a medianoche, ya incluían casi la mitad de los votos totales. Por supuesto, esos cómputos mostraban una sostenida tendencia favorable al No.

Algunos grupos (quizás cien, quizás doscientas personas) se empezaban a reunir frente al Comando del No para festejar el triunfo. Se mezclaban con los periodistas que salían a tomar aire, escapando del clima sofocante de la repleta sala de prensa. En La Victoria, La Legua y otras «poblaciones» (barrios populares) había festejos callejeros que se prolongaron durante la madrugada.

Pero, cada vez que se difundían resultados o que se emitía algún comunicado del Comando del No, sus dirigentes repetían incesantemente que debía acatarse su «instructivo»: que todo el mundo permaneciera en sus casas y esperara para festejar que el propio Comando dijera cuándo, dónde y cómo hacerlo. La inmensa mayoría acató estas reiteradas exhortaciones y se quedaron en sus casas.

El gobierno seguía mudo. Cuando solo faltaban tres minutos para la 1 de la madrugada llegaron a La Moneda (el palacio presidencial) los miembros de la Junta de Gobierno militar para reunirse con Pinochet. El general Matthei, comandante de la Fuerza Aérea, declaró a los periodistas que había ganado el No. Los principales jerarcas del régimen estuvieron reunidos a puertas cerradas durante tres cuartos de hora.

A las 2 de la madrugada, el subsecretario del Interior se presentó en la sala de prensa del Diego Portales. Con cara de desaliento y errores de lectura, reconoció el triunfo del No. Cuarenta minutos después, el ministro del Interior apareció en la cadena de televisión declarando que «el gran ganador es el país».

Las cifras definitivas, difundidas a mediodía, daban 3.945.865 votos por el No (54,86%) y 3.106.099 por el Sí (43,04%). La mayoría del pueblo chileno le había dicho no a Pinochet, no a quince años de dictadura, represión y miseria.

El festejo

El jueves 6 estalló la alegría que los constantes llamados de los dirigentes habían contenido la noche del 5. Decenas de miles de personas se lanzaron a las calles a festejar lo que legítimamente sentían como un triunfo, como un golpe asestado a la dictadura.

La Alameda (una larga y ancha avenida que atraviesa Santiago de Este a Oeste) y el Paseo de Ahumada (el corazón del centro santiaguino) fueron inundadas de gente que llevaba distintivos del No, banderas del No, el No en sus gritos y en sus cantos. «Chile, la alegría ya viene», decía la canción que identificó al No en la campaña previa al plebiscito. Y ese día, desde la mañana, la alegría era el sentimiento común de la multitud que iba, que venía, que se renovaba incesantemente, que abrazaba u ofrecía flores a carabineros (policía militarizada) a veces sonrientes, a veces hoscos, todos sorprendidos.

Los dirigentes opositores (del Partido Demócrata Cristiano, del Partido Socialista-Núñez, del Partido Comunista y de la Central Única de Trabajadores) hicieron los mayores esfuerzos por disolver la enorme manifestación espontánea. Negociaron con la dictadura el permiso para hacer al día siguiente un acto en el mismo parque que les había sido negado para el acto de cierre de la campaña. Y llamaron a la multitud a dispersarse y concurrir masivamente al acto autorizado. Los manifestantes aplaudieron pero no se dispersaron.

Los altoparlantes de los vehículos policiales difundieron la convocatoria al acto del día siguiente. La multitud seguía en su lugar. Los dirigentes opositores (incluidos los comunistas) subieron sobre los camiones hidrantes (popularmente conocidos en Chile como «guanacos») para intentar canalizar la manifestación hacia el Parque Forestal, fuera del centro de la ciudad. Algunos miles fueron, pero muchos más permanecieron.

Por algunas horas, los manifestantes superaron el cordón de carabineros alrededor de la Moneda y llegaron hasta el propio palacio presidencial a gritar su reclamo de que se fuera el tirano. Trabajosamente, a fuerza de gases, chorros de agua y garrotazos, los carabineros lograron desalojarlos de allí y restablecer el cordón.

Pero no fue hasta bien entrada la noche que se montó un operativo de represión (un apagón en el centro y un masivo ataque policial) para desalojar a los manifestantes. Pero en los barrios periféricos, el festejo continuó hasta la madrugada. Desmovilizadas por sus dirigentes y sin objetivos claros, las masas no tuvieron otra alternativa que abandonar el centro, pero no renunciaron por eso a seguir festejando el triunfo del No y proclamando su voluntad de que se fuera la dictadura.

El viernes 7, el Comando del No realizó la Fiesta de la Reconciliación y la Democracia. Según The New York Times (8/10/88), «uno de los dirigentes del Comando del No dijo: ‘Cuando la situación comenzaba a ponerse peligrosa, fue importante organizar una celebración para que la gente pudiera dar rienda suelta a sus sentimientos’».

En esta declaración surgen los dos aspectos del multitudinario acto de celebración. Las masas querían legítimamente festejar el triunfo del No, y por eso concurrieron masivamente a expresar su alegría y sus reclamos. Los dirigentes se preocuparon por encauzar la celebración de modo de controlarla, impedir que los desbordara, y garantizar así el arreglo con la dictadura.

Por eso le dieron un tono de festival artístico, que el diario La Época resumió en «treinta canciones, varios chistes y tres imitaciones». No hubo discursos; solo la lectura de un comunicado conjunto de los partidos del No, repitiendo los consabidos llamados a la calma y a la conciliación.

El palco de la fiesta fue compartido entre otros, por los demócratas cristianos Patricio Aylwin, Andrés Zaldívar y Genaro Arriagada; los socialistas Ricardo Lagos y Aniceto Rodríguez (dirigentes del PS-Núñez y de su pantalla legal, el Partido por la Democracia); los ex altos funcionarios de Pinochet Federico Willoughby y Liliana Mahn, y los comunistas José Sanfuentes y Fanny Pollarollo.

Las masas y el plebiscito

El lanzamiento del proceso plebiscitario obró sobre las masas en un doble sentido.

Por una parte, canalizó su energía combativa y su odio a la dictadura hacia el terreno electoral. Así, se hizo más fácil para el régimen y para la oposición burguesa y reformista evitar que la movilización culminara en la caída revolucionaria de la dictadura.

Pero, por otra parte, las masas percibieron que los márgenes de libertad que la dictadura debió conceder como parte de la transición constituían una adecuación del régimen, debilitado por cinco años de luchas. En un documento anterior al plebiscito, de setiembre de 1988, el Partido Socialista de los Trabajadores de Chile sostenía: «El levantamiento de los estados de excepción, del exilio y, lo que ha resultado todo un hecho político, la apertura de los espacios televisivos nacionales a la oposición, es algo diferente al gradual y limitado espacio conquistado por las luchas directas en el ’83 y ’84, sino una nueva situación global de libertades para la oposición y para las masas. Y estas últimas lo sienten y lo expresan ocupando y defendiendo tales espacios».

El plebiscito como tal no tenía nada de positivo, ya que era una pieza central de la reforma del régimen para evitar su caída revolucionaria.

Pero las masas aprovecharon el terreno abierto para usar las nuevas libertades, extender la movilización antidictatorial a enormes sectores hasta entonces intimidados, y para convertir el No en una gigantesca expresión de repudio a la dictadura.

Abierta la inscripción en los registros electorales, la población afluyó masivamente, lo que explica que el porcentaje de inscriptos en Chile sea comparable al de países donde la inscripción electoral es automática y no requiere ningún trámite especial del ciudadano. Lanzada la campaña previa al plebiscito, miles de personas se inscribieron para actuar como apoderados de los partidos de oposición en el control de las mesas de votación, lo que implicaba señalarse abiertamente como opositores ante la dictadura. Este otro aspecto de la movilización electoral explica que la oposición haya tenido por lo menos un representante en cada mesa, y hasta dos o tres en muchas de ellas, asegurándose así un estricto control del proceso de votación y un eficiente y rápido cómputo de los resultados.

Los actos de la campaña del No reunieron multitudes crecientes, desde la demostración popular del 30 de agosto (el día en que la Junta Militar designó a Pinochet como candidato) hasta la inmensa concentración del 1 de octubre en la Panamericana Sur de Santiago. Los chilenos coinciden en que fue la mayor de la historia de la ciudad (un millón y medio según sus organizadores; 800.000 según nuestro propio cálculo). Esa concentración fue la culminación de una larga serie de grandes actos en todo el país y de centenares (quizás miles) de pequeños actos espontáneos repetidos a diario, en abierto desafío a la represión. Así se incorporaron a la actividad política pública millones de chilenos. Ya antes del plebiscito, la campaña tuvo un primer triunfo: el triunfo sobre el miedo.

El domingo 2, el peso abrumador de esta movilización se reveló en un hecho contundente. Ese día estaba previsto el cierre de la campaña por el Sí. El pinochetismo no se atrevió a hacer un acto, que hubiera permitido comparar el número de concurrentes con el de los presentes en el cierre del No, el día anterior. El acto pinochetista tomó entonces la forma de una enorme caravana de vehículos. Durante horas, la ciudad fue recorrida por la caravana, en la que se mezclaban los lujosos autos del Barrio Alto con los camiones y ómnibus en los que los alcaldes cargaron a gente pobre que sobrevive mediante los planes de empleo para desocupados y subsidios repartidos por los municipios.

Pero la tortilla se dio vuelta. Sin que hubiera ningún llamamiento centralizado, miles de vehículos (particulares y del transporte urbano) desde los que se agitaban banderas del No y se marcaba con las bocinas el ritmo de la consigna: «Y va a caer». En las plazas y esquinas se agrupaban los partidarios del No. Lo que debía ser el gran cierre del Sí terminó en un pacífico copamiento de la ciudad por el No.

También el día del plebiscito fue escenario de la movilización electoral. La afluencia a los lugares de votación fue enorme, causando grandes aglomeraciones y demoras: hubo solo un 3 por ciento de abstenciones (en la última elección presidencial, la de 1970, ese índice había alcanzado el 14 por ciento). Y los votos en blanco y nulos sumados apenas superaron el 2 por ciento de los emitidos.

Sábado 1 de octubre de 1988, a Panamericana Sur,

Muchos militantes antidictatoriales, acostumbrados en los últimos años a las batallas campales con los carabineros, no ven esta intensa actividad como una gran movilización, a causa de su carácter pacífico y electoral. Esta apreciación parte de un hecho cierto: gracias a la oposición reformista y burguesa, el régimen logró que el odio de las masas se canalizara [hacia el] terreno electoral. Pero, a pesar de eso, las masas dieron a su movilización electoral un contenido antidictatorial, y el aprovechamiento de los márgenes de libertad conquistados permitió que se incorporaran a esa movilización amplísimos sectores.

Y esto lo hicieron las masas en condiciones en que, si [bien] la represión se atenuó, no desapareció, como lo muestran los heridos, detenidos, y hechos de intimidación durante la campaña. Intimidaciones que se resumen en la amenaza proferida por el jefe del gabinete del intendente militar de la región de Magallanes: «Y tengan la certeza de que todos los sediciosos, todos los alzados, todos los que están como legionarios de los intereses de los soviéticos, van a ser pasados por las armas de la misma manera que fueron pasados por las armas los criminales que se lanzaron en contra de la ley, en contra de la libertad de los chilenos en el ’73, a través del gobierno de la Unidad Popular» (La Época, 3/3/88). (Observemos, de paso, que los dirigentes del No llamaban a confiar en las Fuerzas Armadas mientras altos jefes militares proferían estas amenazas y otras similares).

Aunque evidentemente la amenaza no corresponde a la situación política actual, hay hechos que demuestran que no se trata solo de palabras vacías. Basta con recordar que los organismos norteamericanos de derechos humanos registran 100 casos de tortura durante 1987 en Chile (Time, 17/10/88); que grupos fascistas balearon el 7 de octubre a manifestantes opositores, lo que también se hizo desde el interior del cuartel Tacna, y que en los días posteriores al plebiscito hubo una cifra significativa de despidos de opositores o sospechosos: obreros industriales y mineros, profesores, trabajadores municipales y agrícolas.

¿Cayó la dictadura?

Después del plebiscito, el tradicional grito de «Y va a caer» fue reemplazado por muchos manifestantes por el de «Y ya cayó». ¿Es cierto eso? ¿Ha caído la dictadura?

No, no ha caído. Recibió un golpe muy fuerte, que constituye un triunfo de los quince años de heroica resistencia de los trabajadores y el pueblo. Y especialmente un triunfo de la movilización iniciada en 1983, que debilitó al régimen.

Pero Pinochet sigue en la presidencia y anuncia su voluntad de quedarse hasta marzo de 1990. La Junta Militar sigue en su lugar. El plan de institucionalización formulado por la dictadura sigue su curso.

Al mismo tiempo, es cierto que el régimen, sin dejar de ser una dictadura bonapartista, se ha modificado. Ese cambio explica la realización del plebiscito, las condiciones en que se hizo, y la aceptación de su resultado por parte de la dictadura.

El régimen militar surgido del golpe del 11 de setiembre de 1973 fue una típica dictadura contrarrevolucionaria, que aplastó a la clase obrera con métodos de guerra civil. Todas las instituciones de la democracia burguesa fueron suprimidas, se proscribió a los partidos políticos y se destruyó a los sindicatos. Durante quince años, la represión acumuló 15.405 asesinados, 2.206 desaparecidos, 164.000 exiliados y 155.000 detenidos. En esta cuenta del horror no entran los miles y miles de familias afectadas por los allanamientos masivos [a] poblaciones, los artistas e intelectuales censurados, las innumerables víctimas de los gases y chorros de agua policiales, en suma, la presencia cotidiana del terror en la vida de las masas chilenas.

¿Cómo es que esa dictadura implacable admitió los márgenes de actividad legal que tuvo la oposición en el plebiscito, la reorganización de los partidos políticos, la de la Central Única de Trabajadores, la difusión de la prensa opositora, los actos multitudinarios por el No, la presencia del No en la televisión y, finalmente, la derrota electoral de Pinochet?

La crisis de 1983

Ya hace muchos años que aparecieron los primeros síntomas alarmantes para la dictadura. El plebiscito sobre la Constitución de 1980, realizado sin ninguna garantía, sin registros electorales, sin control de la oposición, sin derecho a realizar actos ni propaganda y en medio de la represión más brutal, arrojó un tercio de votos en contra. Era la expresión sorda de repudio a la dictadura.

En 1983 comenzó un profundo cambio en la situación. El derrumbe de las dictaduras en Argentina y Bolivia y las crecientes dificultades de las que aún gobernaban en el Brasil y el Uruguay, desestabilizaron al conjunto del Cono Sur. En 1982, la economía chilena había entrado en crisis y la burguesía se dividía. Pero el factor decisivo fue el comienzo de la movilización de las masas. Desde mayo de 1983 comenzó la larga serie de jornadas de protesta y paros nacionales que lanzaron a los trabajadores y al pueblo a las calles para enfrentar a la dictadura. Barricadas y fogatas poblaron el paisaje de las principales ciudades chilenas. Por momentos, la movilización alcanzó niveles de semiinsurrección.

La represión cobró un duro precio a las masas: cada protesta significaba muertos, decenas de heridos y centenares de detenidos. Pero las masas volvían una y otra vez a la carga. Esta lucha. abierta conquistó un espacio limitado de actividad pública, que la dictadura no tuvo otro remedio que respetar, aunque intentando permanentemente acotarlo y suprimirlo.

En octubre de 1984 la protesta fue acompañada por el paro nacional convocado por el Comando Nacional de Trabajadores, constituido poco antes. Aunque de alcance parcial, el paro marcó el comienzo de la irrupción de la clase obrera organizada en la lucha popular. Comprendiendo el peligro, la dictadura impuso días después el estado de sitio y lanzó una represión masiva, que logró contener la movilización por varios meses. Pero, reiniciado el proceso de protestas y huelgas sectoriales, en julio de 1986 se realizó un nuevo paro nacional superior al primero.

Afiche paro octubre 1984

Ante la ofensiva de las masas y el derrumbe económico, la burguesía entró en crisis. Los más poderosos grupos económicos quebraban, fuertes empresarios iban a la cárcel, sectores enteros de la burguesía comenzaban a oponerse al régimen. En el seno de este mismo, se abrían alas divergentes: los que querían negociar con la oposición y los que se negaban a hacerlo. Aunque conservando la capacidad de dar duros golpes a las masas, el régimen de conjunto se veía obligado a retroceder, respetando el espacio de libertades conquistado con la lucha.

Se había abierto en Chile una situación revolucionaria. Para usar la expresión de Lenin, «los de abajo ya no querían seguir viviendo como hasta entonces, y los de arriba ya no podían hacerlo».

Comenzaban a darse las condiciones para una revolución democrática que derribara a la dictadura.

Ante este peligro, el imperialismo y la Iglesia buscaron una salida que evitara el derrocamiento revolucionario del régimen. El imperialismo yanqui y la Iglesia fueron los verdaderos responsables del golpe de 1973, al que Pinochet no se incorporó hasta dos días antes de estallar. Los yanquis y los curas prepararon el golpe y, después de su triunfo, los curas bendijeron a la dictadura desde el púlpito y los yanquis la respaldaron con dinero.

Pero, frente al peligro de la renaciente movilización popular, decidieron promover una transición en Chile, como en el resto de América Latina.

El imperialismo ejerció una fuerte presión para obligar a la dictadura a realizar esa transición. El domingo 2 de octubre por la mañana, el embajador chileno en Washington fue citado por el Departamento de Estado para manifestarle su «preocupación» ante la posibilidad de que el gobierno intentara cancelar el plebiscito o modificar sus resultados. Al día siguiente, un portavoz del Departamento de Estado hizo pública la información en rueda de prensa (El Mercurio, 4/10/88).

El embajador norteamericano en Chile «afirmó públicamente que desea que Pinochet sea derrotado. ( … ) Un dirigente de la oposición dijo: ‘Actúa dentro de una política de EEUU decidida por el gobierno de Reagan y lo hizo con gran audacia’». (The New York Times, 4/10/88).

Los grandes partidos políticos norteamericanos y europeos enviaron centenares de parlamentarios y colaboradores para controlar el plebiscito, y estos enviados afirmaron pública y repetidamente su respaldo a la oposición.

Igualmente importante fue el rol jugado por la Iglesia católica, ese súper partido mundial del capitalismo. Obispos, curas, monjas y seminaristas fueron en su mayoría entusiastas militantes del No. La democracia cristiana de Italia, y en menor medida de otros países europeos, contribuyó con todo su aparato y su peso en el Estado italiano, a ayudar a la participación de sus correligionarios chilenos en la transición.

Instrumentos privilegiados para ese plan fueron los partidos políticos. En primer lugar, el Partido Demócrata Cristiano, el mayor partido burgués de Chile, que en 1973 apoyó al golpe y pocos años después tomó distancia de la dictadura. Por su influencia de masas, el PDC era para el imperialismo y la Iglesia una herramienta utilísima para desviar la acción antidictatorial de las masas.

Junto a la DC, el Partido Socialista del ex presidente Allende ocupó un puesto de primera línea en ese plan. De gran peso electoral en la clase obrera y sectores populares, el PS quedó desorganizado y fragmentado en los años inmediatos al golpe militar. Desde los años ’82 y ’83, se reorganizó. Aunque han subsistido varias fracciones menores, el grueso de las fuerzas del PS se agrupan desde 1984 en dos grandes sectores, identificados por el nombre de sus secretarios generales: Núñez y Almeyda. Este último sector actúa en estrecha alianza con el PC. El PS-Núñez, vinculado a la socialdemocracia europea y aliado a la DC, es la corriente hegemónica en el Partido por la Democracia e integró el Comando del No como una de sus fuerzas fundamentales.

El PDC y el PS-Núñez asumieron la tarea de encarrilar la acción de las masas hacia el terreno de la negociación. Ambos partidos jugaron su influencia contra las acciones directas de movilización, a favor de la «paz» y la negociación, y por el camino electoral, aceptando las reglas de juego fijadas por la dictadura.

La colaboración sistemática del Partido Comunista les facilitó la faena. El PC, con una gran implantación en el movimiento obrero, logró prestigiarse por el papel que jugaron sus militantes en las protestas. Pero no utilizó ese prestigio para profundizar la movilización revolucionaria iniciada en 1983. Por el contrario, claudicó permanentemente ante la DC, continuó alentando confianza en las Fuerzas Armadas y, al mismo tiempo, separó a un sector de la vanguardia de la lucha real de las masas, impulsando las acciones guerrilleras del Frente Patriótico Manuel Rodríguez [FPMR].

La ofensiva de las masas fue desarticulada por las direcciones de mil maneras. En 1985, la DC y el PS-Núñez lanzaron el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia. Convocados alrededor de un documento del cardenal Fresno, buscaron abrir un diálogo con la dictadura para pactar el proceso de transición. Aunque expresamente excluido del pacto el PC lo apoyó, reclamando un lugar en él.

La movilización volvió a manifestarse con fuerza durante 1986. Ese mismo año, el FPMR realizó una serie de atentados, el más importante de los cuales fue el fallido intento de matar a Pinochet, dando al régimen la cobertura para una brutal, sangrienta y masiva represión que provocó un importante reflujo de la movilización.

Unos meses después, la tentativa de pacto recibió el espaldarazo del Papa, que en su visita a Chile bendijo al dictador y predicó al pueblo amor y paz.

Era un operativo de pinzas. El imperialismo y la Iglesia, a través de la DC y el PS-Núñez, mostraban a la gente el camino del acuerdo y de las elecciones. El PC, al no presentar una alternativa política clara a los luchadores de las protestas y las huelgas, desgastaba su movimiento y los impulsaba a perder confianza en la lucha frontal contra la dictadura.

Fue así como la dictadura, ayudada además por la recuperación económica, tuvo las condiciones para poner en marcha los mecanismos del plebiscito, para canalizar el odio de las masas y desviar su movilización al terreno electoral, impidiendo por el momento un estallido revolucionario.

Aprovechando el reflujo y antes de que las masas se recuperaran y volvieran a la lucha abierta (lo que trastornaría la transición negociada), la DC y el PS-Núñez entraron en el juego electoral de la dictadura y aceptaron incorporarse al plan de salida institucional que esta había montado.

La reforma del régimen

«El elemento más importante y que marca que estamos en una nueva situación en el país es que el régimen de Pinochet se ha transformado, dejó de ser contrarrevolucionario para convertirse en un régimen bismarckista senil», decía el Partido Socialista de los Trabajadores de Chile en el documento de setiembre que ya hemos citado.

La expresión «bismarckista senil» define a los regímenes totalitarios que introducen cambios democráticos por medio de reformas, para impedir la revolución. «Una reforma (…) es un proceso gradual, en el cual el régimen sufre grandes modificaciones, pero planificadas y dosificadas desde el poder. Surgen incluso regímenes distintos (…) Pero siempre manteniendo un elemento de continuidad: el bonapartismo» [Nahuel Moreno, Las revoluciones del siglo XX, Antídoto, Buenos Aires, 1986.)

«Bismarckista» hace referencia al canciller alemán [Otto von] Bismarck, que en el siglo pasado dirigió la transformación del régimen feudal absolutista a un régimen con parlamento y libertades democráticas, pero férreamente controlado por la monarquía y el ejército. El bismarckismo del siglo XIX correspondía al capitalismo en ascenso. Los de hoy son seniles, porque corresponden a la etapa de decadencia del capitalismo: «ya no puede entregar libertades reales ni conceder mejoras económicas a los trabajadores (…) concede libertades formales para mejor seguir explotando a los trabajadores» (documento del PST ya citado).

Ejemplo clásico es el de España. El dictador Francisco Franco preparó el mecanismo de transición que, después de su muerte en 1975, fue timoneado por el rey Juan Carlos. El régimen cambió completamente, incorporando como instituciones fundamentales el parlamento y los partidos. Pero la Constitución, las Cortes, el ejército y el rey designado por Franco encarnan la continuidad del régimen anterior.

Con cierta envidia, después del triunfo del No, el ex ministro de Allende Sergio Bitar observó: «El problema de Chile es que no tenemos Rey. Alguien en estas transiciones tiene que asegurar la continuidad del Estado. En Chile no hay Rey, pero tenemos un acuerdo amplio y sólido entre plebeyos» (Análisis, 10/10/88).

La comparación es acertada. El régimen chileno está embarcado en un rumbo similar al del franquismo. Y el acuerdo de los partidos capaces de controlar la movilización de las masas con la dictadura debe ocupar el lugar de garante de la continuidad.

El régimen chileno ha sido una dictadura bonapartista ejercida por las FFAA a través de dos instituciones fundamentales: el presidente Pinochet y la Junta de Gobierno, compuesta por los comandantes de la Marina, la Fuerza Aérea y Carabineros, más un representante del Ejército, designado por Pinochet.

Los poderes y relaciones de estas dos instituciones están definidos en la Constitución de 1980. Pero, en la práctica, el peso militar decisivo del Ejército ha asegurado a Pinochet la última palabra en situaciones conflictivas.

La Constitución de la dictadura prevé la transición lenta y controlada hacia un régimen que conserve el carácter bonapartista, incorporando elementos democrático-burgueses. Los rasgos fundamentales del régimen que, según la Constitución, deberá existir desde marzo de 1990 son los siguientes:

– un presidente con poderes muy amplios y un mandato de ocho años;

– un Consejo de Seguridad Nacional, integrado en su mayoría por los comandantes en jefe, con facultades de control sobre el presidente y el Congreso. Los comandantes en jefe son inamovibles por cuatro años;

– un Tribunal Constitucional cuyas principales atribuciones son aplicar proscripciones ideológicas a organizaciones, movimientos, partidos o personas por «propagar doctrinas que atenten contra la familia, propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico, de carácter totalitario o fundada en la lucha de clases» [art. 8° de la Constitución). Este Tribunal también puede provocar la destitución de senadores y diputados. La mayoría de sus miembros serán designados por la Corte Suprema de la dictadura y por los comandantes en jefe;

– un Congreso con dos Cámaras, la de Diputados y el Senado. En este último, además de los 26 senadores electos, habrá otros 9 designados por la dictadura. Además, serán senadores vitalicios los ex presidentes (el único vivo actualmente es Pinochet);

– un complicado procedimiento de reforma constitucional que imposibilita modificar cualquiera de estos aspectos antes de 1994, y lo hace muy difícil incluso después de esa fecha.

Dentro del proyecto general de transición, la Constitución define dos variantes. Si hubiera ganado el Sí, Pinochet hubiera quedado como presidente «constitucional» hasta 1997, y en 1989 se hubiera elegido el Congreso para poner en marcha todo el resto de las instituciones. Al ganar el No, en diciembre del año próximo se deberá elegir un nuevo presidente. Y, simultáneamente, al Congreso, los que entrarán en funciones en marzo de 1990. Hasta entonces, deberán seguir gobernando Pinochet y la Junta.

Es decir, no solo no cayó la dictadura sino que se sigue aplicando su propio proyecto de transición. Los partidos políticos, incluidos los que en el plebiscito llamaron a votar No, son una pieza clave en este tablero. Citando nuevamente al documentos del PST, «la oposición política hoy acepta ese marco y esa transformación. La oposición en su conjunto ha aceptado dar una salida electoral al proceso revolucionario chileno, respetando el marco de la Constitución del ’80 y planteando la posibilidad de reformarla a través de los mecanismos contemplados en ella. La oposición busca con esto justamente lo mismo que Pinochet: evitar la revolución democrática».

Y precisa un poco más adelante: «El acto de IU [se refiere al acto realizado el 4 de setiembre por Izquierda Unida, el frente del PC, el PS-Almeyda, el MIR y organizaciones menores] en La Bandera, donde explícitamente se llamó a la pasividad de las masas y se alentó a través de los altavoces la represión a la ultra, demuestran que el PC no busca de manera alguna entorpecer la salida bismarckista de Pinochet. A lo más, la política de la oposición se orienta a presionar para la aceleración de los ritmos de esa salida».

Aunque no ha habido un pacto firmado (como el pacto del Club Naval entre las FFAA y los partidos políticos en Uruguay, en 1984), los partidos del No asumieron compromisos públicos y expresos para asegurar la transición. Este pacto de hecho contempla tres aspectos fundamentales; preservar a las Fuerzas Armadas del enjuiciamiento por los crímenes represivos desde 1973 en adelante; respetar el modelo económico implantado por la dictadura; y aceptar el plebiscito, la Constitución y las leyes del régimen.

La cara opositora de la transición continuista

Para asegurar el cumplimiento de este pacto, la propaganda televisiva del No glorificó a las Fuerzas Armadas. Esta colosal estafa explica que jóvenes que se jugaron la vida enfrentando a militares y carabineros hayan ido a ofrecerles flores en los cuarteles y en la calle. Política que, además, contó con el entusiasta apoyo del PC, que la impulsó desde su órgano clandestino El Siglo (edición de junio de 1988, nota «Diálogo entre comunistas y carabineros», p. 17).

Antes, durante y después del plebiscito, las principales figuras del Comando del No (el demócrata cristiano Patricio Aylwin y el socialista Ricardo Lagos) insistieron hasta el cansancio [en] que no debía producirse un «vacío de poder».

No podían describir con una frase más exacta su voluntad de evitar un estallido revolucionario que hiciera saltar el tinglado armado por la dictadura.

Por supuesto, su preocupación fundamental ha sido poner un freno a la voluntad de movilización de las masas. Este fue el centro de su espacio televisivo en la campaña previa al plebiscito: elogios a las FFAA, llamados a la conciliación nacional, acento puesto en la «alegría» y no en la combatividad y la denuncia de la situación del pueblo. En el mismo sentido apuntaron sus reiterados llamamientos a la pasividad e1 5 a la noche. Y sus esfuerzos, que ya hemos relatado, para convencer el 6 a la multitud de que abandonara el centro de Santiago. Culminó con el carácter de festival artístico que dieron al acto del viernes 7, despojándolo de toda actitud de enfrentamiento a la dictadura.

Una gran preocupación de los dirigentes burgueses y reformistas ha sido presentar la derrota electoral del régimen como una derrota personal de Pinochet, tendiendo una mano conciliadora a las Fuerzas Armadas. Ya el 3 de octubre, una declaración pública del PPD decía: «El único derrotado será el General Pinochet. Las Fuerzas Armadas y de Orden son instituciones permanentes de la república y con ellas buscaremos una concordancia para una transición rápida, ordenada y pacífica a la democracia».

En las primeras horas del 6 de octubre, el presidente del Partido Demócrata Cristiano Patricio Aylwin sostuvo que «el país ha entregado su mandato para que las fuerzas democráticas concuerden con las FFAA y de Orden un camino de transición a una auténtica democracia que nos incluya a todos (…) Pinochet ha sido y es el obstáculo para tal reencuentro».

Ricardo Núñez, secretario general del sector del PS que se identifica con su nombre, se pronunció en el mismo sentido: «es importante este proceso de reflexión, no para cobrar cuentas de unos y otros, sino para generar el clima de confianza que debe existir a partir de ahora entre civilidad y FFAA para hacer posible el tránsito rápido y ordenado a la democracia. Las FFAA no fueron derrotadas, ellas son instituciones permanentes de la República. El derrotado ha sido Pinochet» (Cauce, 10/10/88).

Estas declaraciones no solamente tratan de preservar [a] las FFAA de la derrota, como si no hubieran tenido nada que ver con estos quince años de dictadura repudiados en el plebiscito, lo que es todavía más grave es que los dirigentes opositores asumen el rol de pieza clave en la transición montada por la dictadura y, por lo tanto, la tutela bonapartista de las FFAA. Por supuesto, piden tal o cual modificación [reforma constitucional, composición del Senado, derogación de las proscripciones ideológicas). Pero en ningún momento han planteado siquiera que esas modestas peticiones sean la condición para el famoso «tránsito ordenado».

Y mucho menos han presentado la elemental exigencia democrática de que el régimen rechazado por la mayoría del pueblo deba irse inmediatamente y abrir paso a auténticas elecciones libres. Ni la inmediata libertad de los presos y deportados políticos. Los dos principales dirigentes de la CUT están relegados en pequeñas poblaciones del interior. Los dirigentes opositores no dicen que su liberación es condición para el diálogo.

En los hechos, dejan en manos de los militares determinar cuándo y en qué condiciones se hará la transición.

¿Y Pinochet?

Respetando las reglas de juego fijadas por el régimen, ni siquiera plantean que se vaya Pinochet. «No estamos pidiendo la renuncia de Pinochet. Ese es un problema que deben resolver él y las propias FFAA dentro del cuadro institucional que estas tienen», dice Núñez (Cauce, 10/10/88). Aylwin fue categórico: «Eso no está entre las demandas de la concertación de los partidos» (Análisis, 10/10/88). Genaro Arriagada, también demócrata cristiano, considera que «el problema de cuantos meses se va a quedar Pinochet, si dos o seis o el plazo constitucional, me parece un asunto de bastante menos envergadura» (Apsi, 10/10/88).

¡Cuatro millones le dijeron no! Cuatro millones quieren que se vaya. Eso no es un asunto «de menos envergadura» ni algo «que deben resolver» Pinochet y los militares. La mayoría del pueblo repudió al dictador y cada día que este se quede es un brutal atentado a sus derechos democráticos.

En su afán de dar garantías a los militares, los dirigentes opositores procuran tender un manto de olvido sobre los graves problemas de derechos humanos. En Chile se han acumulado quince largos años de atropellos: presos políticos, torturados, desaparecidos, asesinados, exiliados, relegados a remotas poblaciones, etc. Hoy mismo se encuentran relegados el presidente y vicepresidente de la CUT y hay periodistas condenados a «detención nocturna», es decir, obligados a dormir en la cárcel cada noche. Centenares se encuentran presos, en condiciones vejatorias. Los derechos humanos y sus violaciones constituyen un problema de enorme magnitud. Y para las Fuerzas Armadas, que tienen sus filas repletas de criminales, es un motivo de gran preocupación que no se los juzgue, ni siquiera se exponga a la opinión pública a los responsables de los delitos represivos. Ricardo Lagos, importante figura del Comando del No, presidente del PPD e importante dirigente del PS-Núñez, acaba de declarar a un diario argentino «que la gran mayoría de las violaciones a los derechos humanos en Chile están hoy siendo investigadas en algún tribunal, y no es necesario reunir las denuncias como ocurrió con la dictadura argentina» (Clarín, 27/ 10/88). Lo que no dice Lagos es que los tribunales pinochetistas «investigan» para absolver a los criminales y que la dictadura dio a sus esbirros una ley de amnistía. Pero lo que queda claro de su declaración es que no considera siquiera la posibilidad de reunir las denuncias. En español, eso se llama echar tierra sobre el asunto.

Respetar la economía pinochetista

La prosperidad de la burguesía es el orgullo del régimen. Su economía se guía por la máxima de Pinochet: «Los ricos son los que producen plata, y a ellos hay que tratarlos bien para que den más plata» (La Época, 26/5/88).

El Compromiso Económico y Social de la Concertación de Partidos por el No recoge este principio de la economía pinochetista. Su punto 16 dice: «Apoyar la iniciativa empresarial destinada a aumentar la inversión, la productividad y la capacidad competitiva de la empresa chilena, garantizando por tanto la propiedad e iniciativa privada por su rol en el desarrollo nacional».

La idea fue desarrollada más ampliamente en un extenso documento de los economistas del No, publicado en La Época del 27/8/88. Allí se parte de aceptar que «se ha ido creando [bajo la dictadura. N. de la R.] un clima favorable a la empresa privada que es necesario mantener». Los capitalistas enriquecidos bajo el pinochetismo reciben todas las garantías: asegurar «la propiedad privada –lo que excluye las expropiaciones–», «el Estado no debe desarrollar políticas amenazantes para el sector privado», y debe haber «relaciones estables de cooperación entre empresarios y trabajadores». Es decir, un pacto social que permita a los empresarios seguir teniendo enormes ganancias.

Los economistas del No aceptan otro de los pilares de la economía pinochetistas: «Existe consenso en el país [de] que para enfrentar con éxito el crecimiento económico en las condiciones actuales de la economía mundial, se hace necesario continuar y acentuar el esfuerzo exportador». Qué significa eso para los trabajadores lo explica Manuel Feliú, presidente de la Confederación de la Producción y el Comercio: «De no haber sido por la reducción del costo de la mano de obra, hoy el país no exhibiría los éxitos en el aumento de las exportaciones» (Apsi, 7/12/87).

Sobre el grave problema de la deuda externa, los economistas del No ofrecen una solución al estilo Alfonsín. Confían en la buena voluntad de los bancos imperialistas, del Banco Mundial y del FMI para «reestructurar los vencimientos». Lo que significa seguir pagando y seguir endeudando al país.

Con semejantes compromisos de la oposición, no es raro que los capitalistas hayan reaccionado con calma ante el triunfo del No. El 6 de octubre las acciones bajaron en la Bolsa de Santiago, y el dólar paralelo subió de precio. Pero a día siguiente, cuando los jefes del Comando del No habían mostrado su capacidad de controlar la efervescencia popular, las acciones y el dólar volvieron a sus niveles anteriores. Fernando Agüero, presidente de los industriales, declaró «el modelo económico de libre empresa no ha sido derrotado en este plebiscito» (Cauce, 10/10/88).

Se explica tanta tranquilidad. Los objetivos económicos del Comando del No son los mismos que los de la dictadura: engordar al imperialismo y a los grandes capitalistas chilenos a costa de las masas. Solo que buscando adormecerlas con las libertades democráticas que ellas fueron conquistando.

El Partido Comunista y el plebiscito

El Partido Comunista ha sido tradicionalmente la fuerza política con mayor implantación en el movimiento obrero. Actualmente sigue siendo una potencia: en el Congreso de refundación de la CUT en agosto, la lista que el PC presentó junto con el MIR quedó en segundo lugar, y fue la que reunió más votos provenientes del movimiento obrero industrial.

Si bien su potencial electoral es seguramente muy inferior al de la democracia cristiana o al del socialismo, el PC es una fuerza militante considerable, con decenas de miles de miembros activos y organizados (desde luego, contando a los efectivos de la «Jota», las Juventudes Comunistas). Por haber sido el partido más perseguido por la dictadura y [por] su participación en las protestas del período 1983-1986, el PC ha logrado reclutar a una gran parte de la heroica vanguardia que en aquellas jornadas enfrentó a la dictadura y dio comienzo a la gran movilización antipinochetista.

Frente al plebiscito, ¿al servicio de qué política puso ese potencial la dirección del PC? Hasta marzo, mantuvo la posición de llamar a no inscribirse en los registros electorales. Esto podía ser correcto si era parte de una línea política de movilización y lucha antidictatorial. Pero, al mismo tiempo que rechazaba la inscripción, la dirección del PC declaraba su disposición de acordar con la DC. Frente a millones que querían derrotar a Pinochet de cualquier forma, el PC no mostraba un camino distinto al electoral que ofrecían la DC y el PPD. En marzo, el PC llamó a inscribirse en los registros; y en junio, llamó a votar No.

¿Cambio de política? No, dos fases sucesivas de una sola política: el apoyo a una salida gradual, pacífica y no revolucionaria, acordada con los militares. Y, para ello, buscar permanentemente la

unidad con la DC, claudicando a las políticas de esta última, para llevar a la movilización a un callejón sin salida.

No es una nueva línea sino la aplicación de una orientación constante. Ya en 1977, el PC tenía como eje el llamado a la DC para constituir un Frente Antifascista. En 1983 se desvivió tratando de conseguir que lo dejaran entrar a la Alianza Democrática. En 1986 fue detrás de la DC y de su dirigente sindical Seguel en la Asamblea de la Civilidad, armada en torno de un petitorio dirigido a la dictadura en procura de la «salida pacífica». Que la coincidencia con la DC era profunda lo demuestran las siguientes palabras extraídas de la Carta Abierta del Comité Central comunista a las FFAA: «los comunistas no buscamos el enfrentamiento con las FFAA sino que luchamos contra Pinochet ( … ) quisiéramos que las FFAA cambiaran de actitud y dialogaran con el 90% de los chilenos».

Durante todo ese período, los virajes «ultraizquierdistas» del PC (incluido su aliento a las acciones guerrilleras del FPMR) tuvieron un triple objetivo: 1) desacreditar ante las masas la idea de que su lucha podía abrir una real perspectiva de derrocamiento de la dictadura; 2) conservar peso sobre la vanguardia del combate antidictatorial para arrastrarla tras el proyecto acuerdista; y 3) presionar para que la dictadura y los otros partidos de oposición aceptaran al PC como socio necesario en el acuerdo. En plena época de las protestas y de las primeras acciones del FPMR, el PC sostenía sin disimulo que «el diálogo con las Fuerzas Armadas es deseable» (Boletín del Exterior, noviembre-diciembre de 1984).

Las idas y venidas del PC en torno al plebiscito siguieron la misma línea. Mientras el PDC y sus acompañantes reformistas del Comando del No metían al pueblo en el terreno electoral, el PC entretenía a la vanguardia con fraseología «ultra». Cuando el proceso plebiscitario se hizo irreversible, se incorporó alegremente al tren encabezado por la DC, sin hacer la menor crítica a la intención confesada del Comando del No de negociar con la dictadura.

Por el contrario, el PC alentó esa política, llamando en El Siglo a los militares a «impedir el fraude». Por una parte, avalaba una vez más la línea de acercamiento a las FFAA de la DC y los socialistas. Por la otra, creaba confusión, al presentar como variante más probable la del fraude o el desconocimiento del triunfo del No, que era en realidad la menos probable, no por el espíritu «democrático» de los militares sino porque hubiera destruido la salida negociada que ellos preparaban.

El PC no denunció las garantías de respeto a las FFAA y al modelo económico que daban los dirigentes democristianos y socialistas que, al mismo tiempo, excluían al PC del Comando del No.

Simultáneamente, pretendía tapar esa claudicación con palabrería «ultra» sobre la autodefensa de masas, ganar las calles el 5, y defender el triunfo «a la filipina» (alusión al fraude del dictador Marcos en las elecciones filipinas de 1986, que desató un levantamiento de masas y terminó con la caída del dictador). Esta última declaración, hecha por el ex senador Volodia Teitelboim al retornar del exilio, tuvo un efecto de bumerán. La dictadura la utilizó para su campaña de terror, como muestra de que el No era el «caos». Los jefes democristianos y socialistas del Comando del No la emplearon para justificar la exclusión del PC y presentarse ante los militares como muro de contención.

Esta última pose «ultraizquierdista» del PC se sintetizó en las expresiones «No de ruptura» y «No hasta vencer». El valor que la dirección comunista le daba a esas consignas quedó claro el día del plebiscito. El PC llamó públicamente a disciplinarse a las instrucciones del Comando del No. Al mediodía, mientras se estaba votando, la dirección del PC realizó una conferencia de prensa en un hotel céntrico. El vocero José Sanfuentes dijo: «el instructivo de Izquierda Unida es en lo esencial coincidente con el del Comando del No». El espectáculo se hizo patético cuando la representante del derechista diario El Mercurio intentó con repetidas preguntas obtener alguna declaración incendiaria y solo logró que los dirigentes comunistas reafirmaran que la cáscara «ultra» había caído y que el contenido reformista quedaba a la vista.

Ese mismo día, Teitelboim declaraba: «nos interesa una negociación con las Fuerzas Armadas para transitar lo más rápidamente hacia la democracia» (Las Últimas Noticias, 6/10/88). El mismo diario agrega que «Teitelboim aseguró que los comunistas no pretenden, de triunfar el No, que el general Pinochet abandone la Presidencia de la República inmediatamente».

Al día siguiente, dirigentes comunistas notorios (como, por ejemplo, Patricio Hales) tuvieron un papel destacado en desmontar la movilización espontánea en el centro de Santiago.

Las declaraciones posteriores de la dirección comunista siguieron el mismo rumbo. El vocero de la agrupación, José Sanfuentes, insistió en los llamados a la concertación con las FFAA y a la unidad nacional. «Hay que buscar un diálogo de toda la sociedad democrática y de todos los hombres de armas democráticos. De esa forma superaremos la institucionalidad del régimen e iniciaremos una transición a la democracia encabezada por personalidades o por un gobierno de unidad nacional» (Apsi, 10/10/88). El inconveniente es que los «hombres de armas» son los que sostienen la «institucionalidad del régimen» y que, como ya vimos, los dirigentes de la «sociedad democrática» aceptan respetarla. ¿Cómo, entonces, podrían superarla? El PC no lo dice.

Más todavía. Pluma y Pincel (revista legal que expresa los puntos de vista del PC) ha descubierto el famoso «militar democrático»: «finalmente fue el general del Aire, Fernando Matthei, padre de una dirigente de Renovación Nacional, quien terminó de doblarle la mano a Pinochet y sus duros» (7/10/88).

¿Qué cambió el 5?

La dictadura sigue y su proyecto de transición se está aplicando. ¿Es que no cambió nada el 5 de octubre?

Sí, cambió mucho. El triunfo electoral de las masas sobre Pinochet afirma las libertades y los márgenes de legalidad conquistados. Millones se han sacado la mordaza y entran en la actividad política.

El resultado del plebiscito incorpora decididamente a los partidos políticos como instituciones del régimen. Y el gobierno atravesó una crisis política que le costó la cabeza a nueve ministros y obligó a una profunda reestructuración de los mandos militares.

«El reciente plebiscito ha producido una enorme desazón entre los partidarios del sí», leemos en El Mercurio del 23/10/88. El Mercurio es el diario tradicional de la derecha, firme sostenedor del Sí y propiedad del mayor de los grupos empresarios que dominan la economía chilena.

La apreciación es exacta, aunque «enorme desazón» suena demasiado liviano para aplicarlo a lo que fue una crisis política de proporciones. En los días siguientes al plebiscito corrieron rumores sobre un intento de Pinochet y su círculo de colaboradores más íntimos para montar una provocación y anular la votación. Este intento habría fracasado, según las versiones, por la oposición frontal de los comandantes de la Marina, la Fuerza Aérea y Carabineros. La revista oficialista Qué Pasa avaló esas versiones dos semanas más tarde, y el propio comandante de la Fuerza Aérea admitió que la noche del 5 de octubre los comandantes habían tenido una dura discusión con el presidente.

Valgan lo que valgan los rumores, semejante intento estaba condenado al fracaso. Con el imperialismo y la Iglesia en contra y avalando el proyecto de transición, las condiciones eran exactamente las contrarias de las que hicieron posible el golpe de 1973. Y, sobre todo, citando nuevamente el documento del PST chileno de setiembre, «lo que Pinochet hace no es solo circo, sino una expresión de su debilidad respecto del movimiento de masas y, por lo tanto, tras el «circo plebiscitario», no está en condiciones, ni son sus planes, promover un Yakartazo» (en Yakarta, capital de Indonesia, en 1964 se produjo un sangriento golpe militar que mató a cientos de miles de opositores).

Pero lo cierto es que el régimen vivió horas de crisis. El gobierno quedó prácticamente paralizado durante un día, desde que percibió su derrota en las urnas hasta el discurso de Pinochet en la noche del 6. Los roces internos en las FFAA se hicieron inocultables, provocando incluso el retiro del segundo en la jerarquía de Carabineros, a raíz de un altercado con el jefe de la guarnición del Ejército en Santiago.

El resultado adverso del plebiscito exacerbó diferencias que ya existían entre los militares desde tiempo atrás. A comienzos de este año, los comandantes Merino (Marina), Matthei (Fuerza Aérea) y Stange (Carabineros) habían manifestado públicamente su intención de designar un candidato presidencial civil en el plebiscito. Pinochet y el Ejército impusieron finalmente la candidatura del general. Obviamente, a sus colegas no les resultó agradable tener que compartir la derrota de un plan al que se habían opuesto.

También el frente civil del pinochetismo acusó el golpe e inició una rápida desbandada. El partido más importante de los que apoyaron el Sí es Renovación Nacional [RN], que representa a la gran burguesía y ocupa el espacio de la derecha tradicional. Su principal dirigente, Sergio Jarpa Reyes (quien fue ministro del Interior de Pinochet entre 1983 y 1985) fue el primero en reconocer la victoria del No, horas antes de que lo hiciera el gobierno. RN se había pronunciado en su momento por un «candidato de consenso», capaz de obtener apoyo de la Democracia Cristiana (el gran partido burgués del bloque opositor).Ya en plena campaña, también había cuestionado la propaganda política del Sí, en términos que no dejaban duda sobre su escasa simpatía por el candidato: «El mensaje del Gobierno del Presidente dejan la impresión de que el SÍ representa un continuismo absoluto, y que el plebiscito se reduce a la ratificación del mandato del Gral. Pinochet. Esta sensación se acentúa por la mantención del lenguaje duro y hasta amenazante escuchado durante tantos años» (Renovación, mayo-junio de 1988). Apenas conocidos los resultados, los dirigentes de RN se apresuraron a decir que Pinochet no debería ser candidato en las elecciones presidenciales de diciembre de 1989.

La otra fuerza es la Unión de Independientes por el Sí (UDI), órgano político de los tecnócratas que han dirigido la economía durante el régimen militar. Antes del plebiscito, la UDI (que asienta su estructura de base en los alcaldes y su capacidad de reparto de trabajo y alimentos) era mucho más pinochetista que RN. Pero el golpe a la mandíbula del 5 de octubre también sacudió la «lealtad» de la UDI: sus dirigentes se apresuraron a descubrir en la Constitución una cláusula que descalificaría a Pinochet como candidato dentro de un año.

Por supuesto, Pinochet acusó el golpe recibido. El general tiene una elevada opinión de sí mismo y de su papel en la historia chilena. Ha dicho: «Yo obtengo mi fuerza de Dios» (La Época, 19/7/84). Seguramente por eso se ascendió al grado de capitán general (que antes que él, solo había tenido el héroe de la Independencia O’Higgins) y se diseñó un uniforme con una gorra cinco centímetros más alta que la de sus colegas. Antes del plebiscito sostuvo: «Lo que hay señores, es una pregunta: si el país está conforme con todo lo que se ha hecho, con todos los avances realizados, no tiene más que decir que está conforme» (La Época, 4/3/88). El país le dijo cuatro millones de veces NO. Y la magnitud de la desilusión podía verse en su cara cuando apareció el jueves 6 por la televisión para anunciar que se quedaría en la presidencia hasta marzo de 1990, de acuerdo con la Constitución «a medida» fabricada por los militares en 1980.

La «desazón» de El Mercurio no nace, evidentemente, de que tema a los partidos opositores plegados al plan de transición. Se origina en que la derrota electoral de Pinochet ha modificado la relación de fuerzas en favor de las masas: estas han ganado las calles, han perdido el miedo, y están imponiendo de hecho mayores libertades que las que otorga la legislación de la dictadura (por ejemplo, la actividad pública del «inconstitucional» Partido Comunista y demás fuerzas de izquierda no legales).

Este cambio en la relación de fuerzas se da, sin duda, dentro del marco del plan de transición preventivo y continuista. Pero introduce algunas modificaciones al interior de ese plan.

En primer lugar, crece el peso de los partidos, como lo han reconocido Merino, Matthei y Stange al admitir que se puede conversar con ellos sobre reformas a la Constitución.

En segundo lugar, hay un reacomodamiento dentro del régimen. Es la Junta la que gana espacio, a costa de Pinochet, quien carga con el peso y la responsabilidad de la derrota. El nuevo gabinete, nombrado dos semanas después del plebiscito, no incluye ningún oficial activo de la Marina, la Fuerza Aérea o Carabineros (por primera vez en quince años). Los comandantes de estas fuerzas dejan a Pinochet solo al frente de la etapa final del gobierno militar. Y la Junta queda como instancia final conservando intactos sus poderes de modificar la Constitución y relevar al presidente. En el mismo sentido, ante el reclamo de los dirigentes opositores de dialogar con ellos, los comandantes han dicho que el diálogo debe hacerse con el Poder Ejecutivo (vale decir, con Pinochet y sus ministros). De este modo, se ponen al margen de un eventual fracaso que la obstinación de Pinochet pudiera provocar, y preservan su papel como garantía de continuidad del bonapartismo.

Pinochet mismo, a pesar de sus bravatas y amenazas, reconoce que la situación ha cambiado. No se puede entender de otra manera la clara insinuación en su discurso del 21 de octubre de que no se postula como candidato en las elecciones presidenciales. En esa oportunidad, Pinochet aludió a «esta etapa, la última de mi mandato presidencial», reiteró «me abocaré a concluir mi gobierno», y, seguramente con la muerte en el alma, prometió «entregaré el cargo que detento a la persona que la ciudadanía elija» (La Época, 22/10/88).

Desde luego, Pinochet afirma que no se modificará la Constitución ni en una coma y que no hay nada que discutir con los partidos. Ya sea por un cálculo premeditado o genuina expresión de un sector militar que no quiere ceder nada, para el régimen en su conjunto esta actitud del presidente es una herramienta útil para forzar a la oposición a moderar sus reclamos (de por sí muy moderados).

Por otra parte, el dictador no renuncia a su futuro rol político después de las elecciones. La Constitución le ofrece dos posibilidades: 1) continuar como Comandante en Jefe hasta 1994 e incorporarse después como senador vitalicio; o 2) retirarse del Ejército en 1990 y pasar entonces a ser senador vitalicio. Por mucho que la derrota electoral pueda haber erosionado su caudal de votos, este fue suficientemente importante como para que Pinochet siga siendo el dirigente reconocido de la derecha chilena.

Lo que vendrá

Después del triunfo del No, las direcciones burguesas y reformistas han ganado mayor autoridad ante las masas, y la ponen al servicio de desviarlas de la lucha antidictatorial y embarcarlas en el proceso electoral del año próximo.

Se forma un bloque, que va desde los militares hasta el PC, resuelto a llevar a cabo la transición «ordenada y pacífica». En ese bloque están el imperialismo yanqui y

[el]

europeo, la socialdemocracia, la democracia cristiana y Gorbachov. Las diferencias entre ellos no van más allá de los retoques que se puedan hacer al plan original de la cúpula militar.

Pero concuerdan en lo sustancial de ese plan: la reforma gradual del régimen, sin ruptura institucional. La concesión de libertades democráticas para seguir explotando a los trabajadores. Seguramente, habrá crisis políticas, tironeos entre los militares y los partidos, así como tironeos dentro de las FFAA y tironeos entre los partidos.

Pero la perspectiva inmediata no es la de que haya una crisis revolucionaria sino que las diferencias sobre «quién» y «cómo» aplicará el plan se diriman en negociaciones y en los comicios.

¿Significa esto que se cierra la situación revolucionaria? ¿Se abre en Chile todo un período de régimen burgués sólido y estable? Lo más probable es lo contrario.

En buena parte, el plan de transición gradual fue posible por los cinco años de relativa bonanza económica. Pero Chile sigue siendo un país capitalista semicolonial, con una estructura productiva frágil y sometida a los vaivenes de la economía mundial, y agobiado por el peso de la deuda externa. Sobre esa base endeble, que puede caer en cualquier momento, no se puede basar ninguna estabilidad más o menos duradera.

Incluso en las actuales condiciones, la bonanza se asienta en una explotación brutal de los trabajadores. Por más que desde el 5 de octubre los empresarios descubrieran que hay que conceder «algo» a los trabajadores, no pueden dar más que algunas migajas insuficientes, ya que mejoras sustanciales son incompatibles con el modelo económico que todos (gobierno y oposición) han jurado preservar.

Esto va a chocar con las naturales aspiraciones de los trabajadores a salir de los niveles de salario y desocupación impuestos a garrotazos por Pinochet. En los próximos meses deben realizarse negociaciones colectivas de salarios y condiciones de trabajo.

La clase obrera y el pueblo han entrado de lleno en la vida política, ganaron la calle, se sacudieron el miedo, y aprendieron que pueden ganar. Han reconstruido sus organizaciones destruidas por la dictadura. Con lentitud y desigualdades, se constituyeron comandos de pobladores, organizaciones de campesinos e indígenas, la oposición conquistó las federaciones de estudiantes, se rehicieron los colegios profesionales. Y, sobre todo, se reorganizaron los sindicatos, a pesar de la restrictiva legislación dictatorial, en un proceso que culminó en agosto de este año con la reconstrucción de la Central Única de Trabajadores, disuelta tras el golpe de setiembre de 1973.

La reorganización de la CUT es un paso muy progresivo para los trabajadores, y un golpe al plan de la dictadura de mantener un sindicalismo atomizado por empresas. Pero, a la vez, es muy contradictorio, ya que la central es dirigida por la DC, las dos grandes fracciones del PS [Núñez y Almeyda), y el PC, con el objetivo de apoyar la transición. Tal es así que la CUT ni siquiera ha llamado a luchar por la libertad de su presidente y primer vicepresidente, relegados por la dictadura a pequeñas poblaciones del interior. La DC impuso un retroceso en relación con el programa de la CUT de 1953, suprimiendo incluso la definición de la central como clasista. Como las libertades democráticas y la actividad abierta de los partidos, la CUT es una gran conquista de las masas que las direcciones quieren volver en contra de su lucha.

Los organismos de derechos humanos ya han declarado que no van a renunciar a su objetivo de obtener la libertad de los presos políticos, el regreso de todos los exiliados, y el juicio y castigo a los responsables de secuestros, asesinatos y torturas. Los estudiantes redoblarán su lucha contra la enseñanza paga (el «crédito universitario») y los delegados de la dictadura en las universidades.

La rebelión de «los de abajo» ha comenzado incluso a afectar a sectores de la base de las propias Fuerzas Armadas. La situación de las FFAA chilenas no es ni remotamente parecida a la de la Argentina. Pero, aún así, hay indicios de que la crisis social penetra en ellas. La revista inglesa The Economist (15/10/88) afirma que por lo menos 40% de los carabineros votaron por el NO. La cifra es difícil de verificar, pero hay numerosos hechos que demuestran que un sector importante de carabineros simpatizaba con la oposición. Otros informes indican que en mesas de votación situadas en barrios habitados por personal de la Marina ganó el NO. Y las propias cifras oficiales arrojan 13,55% de votos NO en las bases militares de la Antártida.

Este fermento desde la base misma de la sociedad es el que hace muy difícil que la transición alcance su objetivo de instalar un régimen estable. La burguesía chilena puede mirar su futuro en el espejo del Uruguay, donde el pacto de los partidos (incluido el PC) con la dictadura militar realizó en 1984 una transición del mismo tipo. Hoy, las huelgas obreras y la movilización contra la impunidad de los represores tienen al régimen del presidente Sanguinetti contra las cuerdas. Algo similar sucede en España, aunque con mayor lentitud, ya que se trata de un país imperialista y, por lo tanto, con un mayor amortiguador económico.

La lucha y la movilización del pueblo chileno obtuvieron una gran victoria. Con una dirección realmente decidida a derribar a la dictadura, se pudo haber logrado todo: echar a Pinochet y la Junta, suprimir la Constitución antidemocrática de 1980, elecciones libres y soberanas para una Asamblea Constituyente que reorganizara el país, la libertad de los presos políticos, el castigo a los genocidas, y sacudirse el yugo del imperialismo y de los monopolios nacionales.

En cambio, las direcciones, que temían más a las masas que a la dictadura, están utilizando el triunfo para pactar con los militares. Para ir a las elecciones con Pinochet en la presidencia, con los militares manejando los resortes del Estado, con la Constitución bonapartista de 1980, con impunidad para los represores, con la «economía moderna», y [con] la deuda externa acogotando a los trabajadores.

Esas direcciones son el mayor obstáculo para que la clase obrera y el pueblo puedan sacudirse esos males. Los trabajadores chilenos necesitan una nueva dirección para sus próximas luchas, una dirección política y una dirección de la CUT que no estén comprometidas con el plan de transición continuista.

Los elementos para que surja esa nueva dirección están en esa vanguardia de lucha antidictatorial de los últimos cinco años, que pasó por la experiencia del enfrentamiento y acaba de pasar por la experiencia de la entrega de su combate por las actuales direcciones. En muchos casos, con mayor o menor claridad, con aciertos y errores, estos luchadores se han opuesto al proyecto acuerdista.

Utilizando al máximo los márgenes de libertad conquistados para luchar contra la explotación económica y la opresión política, esos luchadores deberán ayudar a las masas obreras y populares a hacer la experiencia con sus direcciones actuales, a comprender el papel que juegan, y a romper con ellas.

Solo así, los trabajadores podrán encarar, utilizando esa gran herramienta que es la CUT reorganizada y poniendo una nueva dirección a su cabeza, la batalla contra la dominación imperialista y de los capitalistas chilenos, por el no pago de la deuda externa y la nacionalización de los resortes básicos de la economía, por un plan económico obrero y popular, por el juicio y castigo de los genocidas, por el derrocamiento de la dictadura y su Constitución, por una Asamblea Constituyente libremente elegida, y por un gobierno de los trabajadores y el pueblo. Solo así podrá hacerse realidad el canto que estuvo en la garganta de millones: «la alegría ya viene».