A 40 años del Caso Degollados: la importancia de una memoria combatiente frente a la impunidad y el negacionismo

Cuatro décadas después de los asesinatos de Manuel Guerrero, Santiago Nattino, José Manuel Parada, y de los jóvenes combatientes caídos bajo la dictadura, la impunidad sigue marcando la historia de Chile. Mientras el negacionismo y la represión continúan vigentes alentando a la ultraderecha, la memoria no puede reducirse a una letanía de la derrota, sino que debe ser una bandera de resistencia activa, reivindicando la lucha de quienes enfrentaron el terror estatal y combatieron por el socialismo.

Por Camilo Parada, Movimiento Anticapitalista

A 40 años del degollamiento de los militantes comunistas Manuel Guerrero Ceballos, Santiago Nattino Allende y José Manuel Parada Maluenda, así como de los asesinatos de los jóvenes combatientes del MIR, Paulina Aguirre Tobar y los hermanos Rafael y Eduardo Vergara Toledo; y a 41 años del asesinato del también militante del MIR Mauricio Maigret Becerra, todos ellos ultimados por uniformados y agentes de la dictadura civil-militar en actos patentes de terrorismo de Estado, que desataron una de las crisis políticas de la Junta Militar, movilizaron a las masas y evidenciaron la sistematicidad de las violaciones a los derechos humanos por parte del Estado, es tiempo de disputar una memoria que no sea una letanía a la derrota. Es decir, una memoria que rescate la dimensionalidad humana y militante de las y los compañeros caídos en estas fechas, día de las y los jóvenes combatientes.

Si tomamos el Caso Degollados (un caso que me es dramáticamente cercano, al ser hijo de José Manuel Parada), no es descabellado afirmar que fue un símbolo del uso sistemático del terror y la barbarie como mecanismo de control político y social. La brutalidad de los crímenes generó una repercusión comunicacional inmediata: por un lado, la Junta Militar buscó enviar un mensaje de terror, y por otro, manipuló a la opinión pública desde un primer momento, alegando que se trataba de un ajuste de cuentas entre comunistas. En paralelo, intentaron construir un montaje con los asesinatos de Paulina Aguirre Tobar en una parcela en El Arrayán y de los hermanos Vergara Toledo en Villa Francia, tratando de imponer una vez más la versión desgastada del «enfrentamiento». Este tipo de manipulación ha encontrado eco en esta democracia heredada del pinochetismo, con otros montajes de Carabineros en asesinatos recientes de luchadores mapuche y la complicidad de los medios masivos de comunicación. Sin embargo, en el Caso Degollados, la narrativa oficial fue rápidamente puesta en jaque por la realidad.

El impacto de estos crímenes trascendió a los medios independientes y a la prensa internacional, sorteando la censura impuesta por la dictadura y generando una respuesta masiva en los funerales posteriores. La cobertura periodística, el testimonio de los familiares y la reacción de los organismos de derechos humanos convirtieron el crimen en un punto de quiebre para parte de la opinión pública, precipitando la salida del general César Mendoza de la Junta Militar y aumentando la presión internacional sobre la dictadura de Pinochet.

Si bien hubo condenas contra algunos responsables del Caso Degollados, la justicia solo sancionó a los autores materiales, sin avanzar hacia los responsables intelectuales. Además, los asesinos accedieron a beneficios penitenciarios, consolidando la impunidad en materia de derechos humanos en Chile y contradiciendo los acuerdos y tratados internacionales firmados por el propio Estado. Los pactos de silencio entre los perpetradores han obstaculizado el esclarecimiento de cientos de crímenes de lesa humanidad, impidiendo la identificación de autores materiales e intelectuales. A esto se suma la justicia tardía y las penas irrisorias, formas de perpetuar la impunidad a través de los años.

A 40 años de estos crímenes, la impunidad sigue siendo una constante que atraviesa a todos los administradores del modelo. Se expresa en la falta patente de voluntad política, en el silenciamiento institucional y en la insuficiencia de políticas estatales contundentes para garantizar el acceso a la verdad y la justicia, a pesar de los grandes anuncios que se hacen cada cierto tiempo. El Caso Degollados no es una excepción, sino parte de una estructura de protección a los violadores de derechos humanos, que ha permeado incluso la transición a la democracia. Esta misma impunidad avala las formas actuales de injusticia y represión en Chile, donde se siguen violando los derechos humanos y negando la justicia. Incluso la continuidad investigativa de las violaciones a los derechos humanos ocurridas en 2019, durante la Rebelión de Octubre, ha sido obstaculizada.

A pesar del retorno negociado a la democracia en 1990, con cadáveres sobre la mesa, Chile continúa vulnerando los derechos humanos y enviando señales de impunidad. Lo vimos nuevamente en otra salida negociada con muertos en el placard con el pacto durante la rebelión: el Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución. La represión en contextos de protesta social (actualmente con los pescadores artesanales a punta de amenazas y disparos), la militarización permanente de La Araucanía y las graves violaciones documentadas durante la Rebelión de 2019 muestran que la violencia estatal no es un vestigio del pasado, sino una constante. Casos de mutilaciones oculares, torturas y abusos sexuales a detenidos evidenciaron la persistencia de prácticas represivas heredadas de la dictadura, reactivando el debate sobre las fuerzas de seguridad. Recordemos que la refundación de Carabineros fue una de las promesas incumplidas del gobierno de Boric. Todo esto ocurre en un contexto de polarización asimétrica, con un resurgir de la ultraderecha a nivel mundial, que pone en la agenda la seguridad y la migración sin abordar las causas estructurales, ligadas a un sistema capitalista decadente.

Hoy, el negacionismo y la posverdad representan una amenaza real y en aumento a nivel internacional, y Chile no es ajeno a ello. Grupos protofascistas y sectores de la ultraderecha impulsan narrativas que relativizan o justifican los crímenes de la dictadura, promoviendo un revisionismo histórico ante el cual debemos estar alerta. Más aún, debemos construir la más contundente unidad de acción contra la ultraderecha, con independencia política, sin sectarismos ni iluminismos.

La negación de las violaciones a los derechos humanos no es solo un ejercicio retórico; también es un instrumento político que facilita el avance de proyectos autoritarios. A 40 años del Caso Degollados, de los Hermanos Vergara Toledo, de Paulina Aguirre Tobar y de Mauricio Maigret, quienes marcan la historia del Día del Joven Combatiente, la memoria sigue siendo una bandera de resistencia contra la impunidad y el negacionismo. Sin embargo, debe ser una memoria en disputa, que no se cristalice en la muerte, sino que rescate la dimensión militante, luchadora y revolucionaria de quienes enfrentaron la dictadura y luchaban por un mundo diametralmente opuesto al modelo capitalista-neoliberal impuesto con el terror.

Para que esta lucha sea efectiva, es fundamental romper con el sistema que perpetúa esta realidad, una perspectiva anticapitalista. Es necesario construir una alternativa política independiente, crítica de la institucionalización de la memoria, sin caer en manipulaciones electorales. No hay atajos: debemos superar el sectarismo y trabajar por una izquierda anticapitalista que no abandone la lucha de clases, que dispute el poder y enfrente al reformismo y al posibilismo que han cedido, una y otra vez, a la agenda de la ultraderecha y de los capitalistas.