El 18 de octubre del año 2019, marca sin lugar a duda un hito en la historia de Chile, de las cuales la izquierda revolucionaria, la juventud y el movimiento obrero y popular, tenemos el deber de sacar algunas lecciones de cara al presente.
Por Camilo Parada, Movimiento Anticapitalista
La rebelión de octubre surge del movimiento secundario en protesta por el aumento de las tarifas del transporte en la Región Metropolitana; sin embargo, es el resultado de una acumulación histórica más profunda y compleja, con condiciones materiales y subjetivas que conllevan contradicciones y denotan tensiones del modelo neoliberal capitalista y de la democracia representativa. Esta acumulación histórica de luchas permite que, rápidamente, el denominado “estallido” se extienda por todo el país, expresando un profundo descontento social que apunta a la enorme brecha y desigualdad de la sociedad chilena, heredera de una dictadura que impuso, con extrema violencia, barbarie y genocidio, un modelo a la medida de los explotadores y ecocidas. Las demandas que comenzaron con el rechazo al aumento del transporte en la capital y que detonaron por el repudio a la represión ejercida contra las y los secundarios, avanzaron rápidamente hacia demandas concretas por derechos sociales, culturales y económicos, con consignas que hacían referencia de manera directa a la administración transicional del modelo neoliberal-capitalista por las coaliciones socialdemócratas, social-liberales y de la derecha chilena.
La revuelta, por otro lado, se inscribe en un contexto regional e internacional de estallidos: Ecuador, Haití, Colombia, entre otros. Es decir, no es un fenómeno aislado y responde de manera dual a la crisis del capitalismo, una crisis económica internacional que se remonta a 2007-2008. Las causas de esta crisis se encuentran en la crisis de los derivados hipotecarios en EE. UU., comúnmente conocida como la Crisis de las Subprime, cuyos derivados especulativos colapsaron, causando un efecto dominó a nivel planetario, con quiebras históricas, como la del servicio financiero de Lehman Brothers, que generó una seguidilla de crisis de impactos que hasta la actualidad no logran superar.
Desde 2008, los países centrales del capitalismo no han logrado recuperar las tasas de ganancias anteriores a ese ciclo. No obstante, se trata de una crisis multidimensional: productiva, financiera, económica, social, ecosistémica, reproductiva y cultural. A su vez, es una crisis del sistema democrático burgués representativo, donde se limita la participación ciudadana—sobre todo de la clase trabajadora—al ejercicio del voto cada cierto número de años para elegir a las y los representantes que administran un modelo impuesto a priori. Esto a partir del plan de ajuste para recuperar los beneficios del capital profundizó la crisis de los representantes del régimen, expresando el rol de castas para la administración del 1%, generando una polarización política y social con expresiones tanto a izquierda como a derecha.
Los problemas objetivos económicos se relacionaron con la crisis de representatividad, expresando los limites de la democracia burguesa en dónde las y los trabajadores no deciden sobre los resortes económicos que determinan los ámbitos de la vida, es decir, se nos impide decidir qué se produce, por qué se produce, cuánto se produce y cómo se produce. A esto se suma el hecho de que un sinfín de derechos básicos no están asegurados en igualdad de condiciones, debido a la subsidiaridad del Estado en Chile; es el bolsillo el que determina el acceso a ciertos derechos. La revuelta, por tanto, se inserta en una acumulación de luchas tanto internas como externas.
Un punto crucial de este movimiento fue la masividad; marchas multitudinarias llenaron las calles de punta a punta del país, con un clamor colectivo que, en última instancia, reflejaba el deseo de un cambio revolucionario, un cambio de modelo. No por nada, una de las primeras consignas fue: “No son 30 pesos, son 30 años”. Partiendo de demandas sectoriales, la conciencia colectiva rápidamente mutó hacia demandas estructurales. No solo se exigía una tarifa justa del transporte, sino también el derecho a pensiones dignas, a vivienda, a educación pública gratuita, laica y de calidad, a una salud pública única, a un territorio libre de extractivismo, por todos los derechos reproductivos y sexuales, y el fin de la represión, entre otros. Es decir, se buscaba desmantelar la herencia del pinochetismo, identificando a los partidos de los 30 años como responsables directos.
El clamor popular recorrió el país entero, dejando al desnudo que el sistema, por su propia naturaleza, margina a sectores mayoritarios de la población: las y los oprimidos, la juventud, las mujeres y disidencias, los pueblos originarios y la clase trabajadora. Una y otra vez, los sectores políticos afines al neoliberalismo han intentado borrar a estos grupos como sujetos políticos, pero ellos regresan con aquella temporalidad que nos invita a descubrir Walter Benjamin. Si se permite la paráfrasis, se trata de una temporalidad crítica con el progresismo y con la idea inevitable del progreso económico-técnico. Así, el “estallido” se levanta como una interrupción histórica al capitalismo, que nos lleva a la catástrofe y actúa como un freno de mano a la barbarie.
La revuelta, si bien nace de manera espontánea con el detonante en el movimiento secundario, que tiene un lugar especial en las luchas de la historia reciente de nuestro país, encuentra sus raíces en un malestar acumulado durante años. La enorme desigualdad económico-social del modelo chileno, vanagloriado por todo el arco gobernante, se sostiene en un terreno discursivo que se acomoda y administra el modelo neoliberal, priorizando el lucro sobre las necesidades reales de las grandes mayorías. Este es, sin duda, un punto neural no resuelto que encierra nuevos estallidos en un país donde el 1% de la población posee más del 26% de las riquezas, según cifras conservadoras, y donde más de la mitad de los trabajadores y trabajadoras en Chile gana menos de $500 mil líquidos[i]. A estos datos, habría que sumar la crisis de representatividad que se ha vivido durante años, con una clase política y económica completamente desconectada de la realidad de las mayorías.
El gobierno de Sebastián Piñera, al verse sobrepasado por la masividad de las protestas, respondió con el monopolio de la violencia, transformando la irrupción del movimiento de masas en una crisis grave y sistemática de derechos humanos, el Estado al ver amenazada su naturaleza misma, se redujo al dedo en el gatillo. Según informes de organizaciones de derechos humanos, como Amnistía Internacional[ii] y el INDH[iii] (solo por nombrar algunas), se documentaron miles de casos de violaciones a los derechos humanos: detenciones arbitrarias, uso excesivo de la fuerza, lesiones oculares graves, tortura, asesinatos, etc.
La violencia, que puede ser catalogada como violaciones masivas y sistemáticas a los derechos humanos, no solo fue una respuesta a las demandas populares; fue una estrategia que reveló la fragilidad del respeto por los derechos fundamentales en el país, así como la debilidad del propio sistema. Además, representa una marca de continuidad con la dictadura civil-militar, especialmente cuando los perpetradores son las mismas instituciones herederas de dicha dictadura, que no han sido ni desmanteladas ni reformadas en profundidad. Desde el Movimiento Anticapitalista, nuestra posición es clara: desmantelamiento y disolución. Es necesario plantear una serie de cuestionamientos en el debate público, aunque los partidos del orden se nieguen a poner sobre la mesa la discusión sustantiva: ¿Qué función cumplen las fuerzas policiales y de seguridad en este sistema social? ¿En qué medida son garantes de la seguridad pública? ¿Qué estatuto tienen dentro de las fuerzas laborales? ¿Qué modelo de seguridad alternativo se necesita? Estamos convencidos y convencidas de que precisamos otra institucionalidad, donde la crisis de derechos humanos se suma a los numerosos casos de corrupción.
La responsabilidad de los altos mandos, así como de las dirigencias políticas que estaban en el gobierno en esos momentos, en estas violaciones sistemáticas a los derechos humanos es innegable, al igual que el manto de impunidad que se sustenta en los acuerdos de noviembre de ese mismo año. La falta de rendición de cuentas, de una comisión investigativa independiente y de reparación efectiva que ha prevalecido desde entonces alimenta el fracaso sempiterno de un «nunca más» efectivo. La impunidad en estos casos crea un ambiente propicio para que las violaciones a los derechos humanos se normalicen, un hecho que se profundiza con la batería legislativa de leyes represivas, de gatillo fácil, y la asolada comunicación que pone el foco en la delincuencia. Esto, a su vez, prepara a los aparatos represivos para futuros actos de violaciones a los derechos humanos, con el fin de contener futuros movimientos de masas, una posibilidad latente debido a la total falta de soluciones a las demandas sociales.
Es crucial recordar que la justicia no es solo un derecho de las víctimas; es un pilar fundamental para la construcción de una sociedad más equitativa y democrática. No en el sentido gerencial que se ha querido normalizar, sino desde un prisma social de democracia real, desde abajo, sin privilegios de ningún tipo, y donde todo sea discutido por quienes realmente mueven el mundo: las y los trabajadores.
Claro está que el aparato represivo no fue suficiente para frenar la revuelta; de hecho, en algunas ocasiones generó el efecto contrario. Los organismos internacionales de derechos humanos pusieron el foco en lo que ocurría en Chile. Además, el accionar criminal por parte del Estado radicalizó y masificó la autodefensa popular con la primera línea. Lo que no logró la represión de las fuerzas policiales fue un fracaso en el intento de aplastamiento de la movilización de Piñera. Este debió ser salvado por el conjunto del arco político del régimen a través del Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, que implantó una salida desde arriba a la crisis, es decir, la institucionalización de las demandas de la calle, con el objetivo de blindar al presidente de aquel entonces, principal responsable de las violaciones a los derechos humanos en su calidad de Jefe de Gobierno.
Así, por un lado, canalizaron una de las consignas principales de aquel momento: “Fuera Piñera”, y por otro, la identificación de una nueva carta magna para reorganizar el país, que en las calles se planteaba como una “nueva constitución”, convirtiéndose en una segunda consigna central. Este desvío institucional reactivó la transición de los 90, donde se pactó la impunidad y se mantuvieron los pilares centrales del modelo, esta vez con el Frente Amplio y hasta la derecha pinochetista firmando el Acuerdo.
El Pacto por arriba, encausa una de las tantas demandas, la Nueva Constitución, gracias a negociaciones que son finalmente firmadas entre gallos y media noche, y que, en contra de sus propias bases, pone al actual presidente Gabriel Boric, como la figura de la cocina desde el autodenominado progresismo. El Pacto es un verdadero corsé institucional, donde el poder constituido pone las reglas un poder constituyente que, aunque ilusionado, repleto de límites y trampas, para hacerlo encallar, como sucedió (el Movimiento Anticapitalista, que lucha por una Asamblea Constituyente genuina, libre, democrática, soberana, plurinacional escribió una serie de artículos disponible en su página en esas fechas, que complementan estos escritos)[iv]
A cinco años de la revuelta popular del 2019, es vital reflexionar sobre el legado de este momento histórico, pero también retomar el camino de la calle. Sin embargo, las promesas de cambio deben materializarse en acciones concretas. Las demandas por desmantelar la herencia pinochetista y construir un país en dónde los derechos básicos y fundamentales estén garantizado, por una democracia real sin los Piñeras ni Hermosillas y al respeto y garantía de los derechos humanos de ayer y hoy deben seguir siendo el eje central del debate.
El peligro de la repetición de violaciones a los derechos es un tema que no se puede ignorar. Las lecciones aprendidas nos demuestran que esta institucionalidad no da el ancho, que el dar vuelta todo sigue siendo la bandera de lucha, otras de las lecciones que debemos aprender, es la necesidad de una conducción política sólida, anticapitalista y revolucionaria para los momentos decisivos.
En este quinto aniversario de la rebelión, es un momento propicio para recordar que el cambio es posible, pero requiere organización, un compromiso colectivo, una herramienta que es el partido revolucionario. Un llamado a la acción para que nuestra clase siga levantando la voz, no solo por sus derechos, sino por el de todos, porque solo así se podrá construir un futuro más justo y respetuoso de la dignidad humana.
Octubre del 2019 es una marca que nos recuerda la potencialidad de la lucha de masas con la particularidad de que ocurre en uno de los epicentros de la contrarrevolución neoliberal, el “oasis” no tan sólo de Piñera, sino del conjunto de quienes han gobernado para seguir administrando un modelo caduco. Hay que acabar con el mundo de la medida de lo posible, para hacer posible lo necesario.
El “estallido”, hay que tenerlo claro, se inscribe de pleno en la dinámica de la crisis multidimensional capitalista y nos pone frente a conclusiones que sobrepasan el marco del Estado Nación, puesto que trae al presente que la forma que tiene la clase trabajadora y las/los oprimidos del mundo de cortar la mecha incandescente hacia la barbarie, horizonte necropolítico de la clase dirigente actual, que no tiene problemas en apelar a la ultraderecha cuando se ve acorralada, es con el triunfo organizado para destruir el capitalismo y crear una sociedad donde se discuta y decida todo desde abajo, es decir, un mundo socialista.
Las rebeliones de masas continúan encadenándose en varios lugares de un mundo que, en medio del conflicto por la hegemonía interimperialista, enfrenta el riesgo de una guerra total que podría destruir la civilización. La barbarie la vemos a diario, como en el genocidio palestino, mientras el capital agota al planeta. A su vez, no podemos confiar en los mismos de siempre; el matrimonio político-empresarial es intrínseco a la democracia del 1%, como lo demuestra el caso de los audios y Hermosilla.
Se hace imprescindible una organización revolucionaria internacionalista que logre, de una vez por todas, superar un sistema decadente. Pero también necesitamos una organización que venza al sectarismo patológico que tanto frena a la izquierda. Al fin y al cabo, como decía un viejo ucraniano, el problema sigue siendo uno de dirección. Queremos aportar al más amplio diálogo para construir la alternativa que hace falta en tiempos de crisis y ultraderecha. Más que nunca, es necesario construir una izquierda anticapitalista y socialista.
[i] https://fundacionsol.cl/blog/actualidad-13/post/el-71-1-de-los-trabajadores-y-trabajadoras-en-chile-gana-menos-de-700-mil-liquidos-7480
[ii] https://www.amnesty.org/es/latest/news/2024/10/cinco-anos-despues-estallido-social-apertura-proceso-judicial-contra-mandos-policiales-puede-constituir-hito-lucha-justicia/
[iii] https://www.indh.cl/informe-de-ddhh-en-el-contexto-de-la-crisis-social/
[iv] https://anticapitalistas.cl/tag/pacto-por-la-paz-y-la-nueva-constitucion/