Por Luis Meiners, League International Socialist
La ceremonia de cambio de mando se desarrolló en una ciudad preparada como zona de guerra. Puestos de control, rejas y un despliegue de tropas superior a la presencia militar en Afganistán e Irak combinadas. La pandemia, además, añadió a la imagen un público reducido y reemplazado por banderas y escenografía. Trump no participó de la ceremonia, y dejó la Casa Blanca en las primeras horas de la mañana. Un evento que condensa las contradicciones del momento político en el que se desarrolla.
En la coyuntura marcada por el asalto al capitolio hace dos semanas, la ceremonia se presentó como una “vuelta de página”, un momento de “unidad nacional”. Tal fue el eje central del discurso inaugural del nuevo presidente. Esta instantánea es reflejo de un momento en que el establishment ha cerrado filas detrás de la defensa de la institucionalidad y el deseo de estabilidad de la clase dominante.
Los medios han presentado la inauguración como un momento de definición, a la altura de 1861 o 1865 en el contexto de la Guerra Civil, o 1945 en el cierre de la Segunda Guerra Mundial. Pero, ¿qué podemos esperar, más allá de la foto del día? ¿Qué tareas tiene por delante el nuevo gobierno y en qué condiciones se encuentra? ¿Qué desafíos y debates presenta para la izquierda? Este artículo intenta abordar algunos de estos elementos.
Estabilidad en casa
Las siguiente cita al CEO de una importante corporación en un artículo reciente del New York Times sintetiza lo que ven como la tarea del momento: “Necesitamos estabilizar. Necesitamos certeza. Si no logramos unirnos, si no logramos estabilizar, o si las cosas empeoran, no sería bueno para los negocios.” Estas palabras reflejan el cansancio de la burguesía con la inestabilidad asociada a la presidencia de Trump, al que habían tolerado a pesar de no ser su candidato en 2016 y cuyos recortes impositivos habían celebrado. Pero el asalto al capitolio fue demasiado. La Asociación Nacional de Manufactureros, la Cámara de Comercio, y otras representaciones del empresariado condenaron los sucesos. Fue un momento de quiebre.
Biden buscará recuperar la estabilidad, y restaurar la legitimidad de las instituciones de la democracia burguesa. La ceremonia de asunción ha estado al servicio de proyectar esa imagen. Hacia adelante, buscará construir un consenso bipartidista, trabajando de cerca con los sectores del partido republicano que se han alejado de Trump. Las recientes declaraciones de Mitch McConnel, presidente republicano del Senado, responsabilizando a Trump por los sucesos del Capitolio, muestran que hay apertura en sectores de un Partido Republicano dividido para esta estrategia bipartidista de “unidad nacional”.
Un tema que debe abordar con urgencia la crisis desatada por la pandemia y agravada por el negacionismo criminal de Trump. Para ello Biden ha anunciado que enviará al congreso un paquete de rescate de 1.9 billones de dólares. Este contiene cheques por asistencia directa por la pandemia de 1400 dólares, la extensión de los beneficios de desempleo y su incremento a $400 (actualmente están en $300, luego de terminarse su incremento a $600), asistencia para las pequeñas y medianas empresas, y fondos para la reapertura de escuelas, la vacunación masiva y asistencia a los estados y municipios. Existe un consenso entre la clase dominante y el establishment de que salir de la crisis requerirá gastar. Pero esto no significa que no habrá austeridad. El paquete anunciado está lejos de tener la magnitud del “New Deal” de Roosevelt, como lo han presentado algunos de sus apologistas por izquierda. Brindará oxígeno a una economía golpeada, y tampoco por demasiado tiempo. El incremento del déficit en los distintos niveles del estado, sin ninguna reforma que altere un sistema impositivo extremadamente favorable a los ricos, implica más temprano que tarde fuertes recortes. Algunos ya están desarrollándose a nivel local y estadual.
A esto se sumarán una serie de decretos que revertirán algunas de las medidas más irritantes de Trump, un claro cambio de estilo, un gabinete con diversidad, y la promesa de enviar reformas al congreso sobre temas como la inmigración. Sin embargo, estas deberán pasar por un Senado empatado, y el compromiso de trabajo bipartidista que seguramente limitarán el alcance real de las medidas.
Recuperar “liderazgo”
La otra tarea clave para Biden es la de reafirmar la hegemonía imperialista de Estados Unidos. Al declive de las últimas décadas, con el empantanamiento en guerras interminables en medio oriente, y el ascenso sostenido de China, se sumó una política internacional de Trump que debilitó las relaciones con aliados y las instituciones multilaterales a través de las cuales EEUU ejerce su hegemonía. Como escribió el propio Biden en la influyente revista Foreign Policy: “El próximo presidente tendrá que salvar nuestra reputación, reconstruir confianza en nuestro liderazgo, y movilizar a nuestro país y nuestros aliados rápidamente para enfrentar nuevos desafíos.”
La promesa de Biden de restaurar el liderazgo de Estados Unidos en el mundo está totalmente en sintonía con las preocupaciones expresadas por el aparato de Seguridad Nacional. Refleja claramente tanto el entendimiento de que Estados Unidos debe enfrentar un mundo de mayor inestabilidad y competencia interimperialista como la conciencia de que su relativa debilidad significa que no puede hacerlo solo. Por eso, busca dejar atrás el enfoque unilateral de «Estados Unidos primero», recuperar su posición con sus aliados tradicionales para formar una base sólida para «ponerse duros» con los nuevos y viejos rivales en el escenario mundial.
Las condiciones
Sintetizando, podemos decir que las principales tareas que tiene por delante el nuevo gobierno son la restauración de la estabilidad, los “negocios como de costumbre” para el capital, y la legitimidad de la instituciones, y, en el plano internacional, la reafirmación de la hegemonía imperialista. En un sentido se trata de hacer retroceder el reloj cuatro años y retomar el hilo de la presidencia de Obama. Pero difícilmente sea suficiente con eso.
En primer lugar, porque las propias condiciones de 2016 contenían los elementos fundamentales que se desplegaron durante los cuatro años siguientes. Trump no fue un “cisne negro”, un evento impredecible. Su presidencia fue producto de una creciente polarización política y social que hunde sus raíces en la crisis de 2008 que, a su vez, expresó el agotamiento de un modelo de acumulación, de una hegemonía imperial y un orden institucional. Estas crisis combinadas no desaparecerán con la salida de Trump de la Casa Blanca.
En segundo lugar, porque a estas condiciones se han sumado nuevos elementos y se han agudizado tendencias anteriores. La pandemia fue el disparador de una crisis económica y sanitaria que ha tenido un particular impacto en Estados Unidos, donde ya se ha superado la marca de las 400 mil muertes. La economía sufrió una fuerte caída y la recuperación vista en el tercer trimestre de 2020 se ha frenado. En diciembre el desempleo volvió a subir, y los datos revelaron una caída en el consumo. En este marco, se agudiza la competencia con rivales como China, que han salido relativamente fortalecidos del último año.
La polarización y radicalización de la última década ha tenido en el último periodo un marcado protagonismo. La inmensa rebelión contra el racismo y la violencia policial movilizó a millones durante meses en 2020. Sus efectos seguirán sintiéndose, como lo hicieron en la derrota electoral de Trump. Biden asumirá con un movimiento de masas que no ha sido derrotado, y que constituye un fuerte condicionante sobre su margen de maniobra. Del otro lado, la extrema derecha se ha vuelto más audaz durante la presidencia de Trump. Desde Charlottesville en 2017 hasta el asalto al capitolio, aparece como un actor en el escenario nacional que permanecerá relevante en el próximo periodo.
Todos estos elementos se combinan y actúan como condicionantes de la presidencia de Biden y explican las debilidades estructurales que tendrá para llevar adelante su programa. Aun cuando en la coyuntura pueda verse fortalecido por la “unidad nacional” y el cierre de filas del establishment detrás su figura para dar vuelta de página. Estas debilidades estructurales marcarán el ritmo del próximo periodo y se harán cada vez más visibles en la medida en que se disipe la cortina de humo de la transición.
Desafíos, oportunidades y debates en la izquierda
El escenario político, por todo lo dicho anteriormente, está marcado por una serie de crisis combinadas y un gobierno y un régimen con debilidades estructurales para enfrentarlas. Esto significa que, más allá de la coyuntura, la inestabilidad política, la polarización y la radicalización continuarán siendo elementos fundamentales en el periodo que viene. Esto abre importantes oportunidades y desafíos para la izquierda.
Como hemos visto en las últimas semanas, la extrema derecha seguirá siendo un actor relevante. Aunque pequeños numéricamente, tienen la capacidad de realizar acciones con visibilidad nacional. En la coyuntura, el asalto al capitolio los ha puesto a la defensiva y los ha aislado, pero también se transforma en un hecho de propaganda que los envalentona y fortalece su capacidad de reclutamiento. Frente a un gobierno que no resolverá las causas estructurales que alimentan su desarrollo, la extrema derecha seguirá creciendo.
Esto plantea un desafío para la izquierda. Existen condiciones para el desarrollo de una alternativa socialista independiente, la rebelión antiracista da sobradas muestras de ello. Pero una parte sustancial de la izquierda va en sentido contrario. Tras el asalto al capitolio, Bernie Sanders y Alexandria Ocasio Cortez aparecieron como defensores de la institucionalidad. Se alinean detrás del gobierno de Biden y el Partido Demócrata para “defender la democracia”. La izquierda podía jugar un papel fundamental en la coyuntura, llamando a movilizaciones masivas contra Trump, la extrema derecha y los protofascistas, desde una posición independiente a la “institucionalidad” y el Partido Demócrata. Existen condiciones para ello.
Ante la presidencia de Biden, es urgente que la izquierda aparezca como una alternativa independiente en el escenario nacional, enfrentando tanto a la extrema derecha como al gobierno de Biden. De no hacerlo, contribuirá a que el escenario político se polarice entre el gobierno y las iniciativas de la derecha. El peligro es grande, pero las oportunidades también. Sin dudas serán momentos fundamentales para el desarrollo de la izquierda en EEUU.